Nunca me he cuestionado demasiado acerca de ese manido debate sobre si la industria de la animación japonesa tiene la misma capacidad para fabricar nuevos futuros clásicos como antaño. Si, ahora y dentro de nuestra contemporaneidad internetil, vamos a poder ver de nuevo un Cowboy Bebop o un Gunbuster actualizado. Es lo que conlleva la accesibilidad, me temo: es fácil —e inevitable— caer en un estado de latente pesimismo con respecto a la creatividad de los artesanos actuales al resultar tan extremadamente sencillo ver la cantidad de subproductos que se estrenan cada temporada en detrimento de las poco frecuentes obras realizadas con mimo y cuidadoso ajuste. En cantidad lo malo siempre ha superado a lo bueno, nos guste o no; ahora, simplemente, es más fácil reparar en ello.
Quizás por eso, y ahora más que nunca, con unas temáticas y estilos zigzageando dubitativamente entre el tipo de público deseado, necesitemos de maestros que nos devuelvan la fe en la animación de su país. Que nos recuerden que se pueden seguir haciendo esas obras maestras que las nuevas generaciones queremos vivir, como aquellas con las que los ahora ya más veteranos coexistieron. Es una experiencia bonita ésa, al fin y al cabo. La de formar parte de una comunidad que re-descubre una industria a base de paletazos artísticos atrevidísimos y de sonrojantes volteretas artísticas con doble tirabuzón final, normalmente de bajo presupuesto pero de incontestable valor poético, digo. Básicamente, vaya, las redundancias con las que en todos los capítulos que hemos visto hasta ahora Ping Pong The Animation ha estado evidenciando brillantez todo el rato bajo la dirección de Masaaki Yuasa.
Adaptación del manga homónimo publicado a finales de los noventa por Taiyo Matsumoto (autor de Sunny o Takemitzu Zamurái, entre otros), la historia versa acerca de la relación entre dos amigos (Peko y Seto) para con el ping pong. También de los vínculos con sus adversarios, y por supuesto entre ellos, pero para con el tenis de mesa ante todo. Y sobre todo: aunque en un primer momento no lo pueda parecer, la historia ha demostrado querer deslumbrar con sus partidos, de brillante resolución: en una muestra de auténtica genialidad, la serie emula a la perfección el estilo gráfico de Matsumoto, ya no sólo en las líneas temblorosas que dotan a cada uno de los elementos que aparecen en escena de un encanto especial, sino de esa técnica que el autor usa para, a través de varias viñetas interconectadas, mostrar distintas perspectivas para el mismo momento secuencial. Es decir: si un jugador está a punto de hacer un saque, por ejemplo, el responsable de la aquí publicada un par de veces por EDT Tekkon Kinkreet puede pretender en tres paneles mostrarnos lo que, por regla general, se haría en uno. Un ligero movimiento de pie, una mueca de tensión en el rostro del tipo en cuestión y, al final, el golpe que éste propina con la pala a la pelota. Tres acciones a las que se dota de un cariz de importancia suma que funciona al milímetro. Y que además no sólo lo hace todo más ágil, sino que obsequia de un realismo inmaculado al tramo representado.
Y le viene bien eso, a la obra: ahí radica su principal atractivo. Hay una banda sonora notable, algunos toques de humor propicios (el personaje del profesor es auténticamente festivo, por destacar algo) y también una historia lo suficientemente seductora como para que estemos semana tras semana ahí, pero son todo cosas algo secundarias: la producción se sostiene por su toque Matsumoto. El mismo toque que, me atrevo a decir, pone de manifiesto que quizás estemos ante algo semblante a una obra maestra. Suena atrevido, pero por qué no. Original, divertida, lo suficientemente comedida en sus metáforas e idas de olla; también repleta de un virtuosismo animado delicioso y de ese toque que, realmente, te dice que estás ante algo de calidad. Un epíteto de cosas sofisticadas inconmensurables: una maravilla animada que, vale, no es la nueva Cowboy Bebop generacional, pero quizás sí se trate de un clavo lo suficientemente cómodo como para aferrarse a él y sentir que los espectadores actuales también tenemos derecho. A nuestras propias obras definitorias, también a creer (de nuevo) en Japón.