Cuando en esta santa casa redactamos nuestras impresiones iniciales sobre Gatchaman Crowds, yo mismo me encargué de destacar en mi alegato un hecho tan evidente como remarcable: en la industria del anime, da la impresión de sobran las buenas ideas, pero desgraciadamente, también se intuye una cierta falta de realizadores que sean capaces de imprimirlas con un estilo o un sello distinguible que enriquezcan sendos relatos a varios niveles. Para más inri, los autores que sí que consiguen crearse una especie marca suelen cometer el error –o el inevitable descuido, según se mire– de abandonar todo el posible potencial de la historia a la suerte del despliegue visual de ésta, administrando el material que tienen entre manos de un modo más enfocado a la forma que al contenido. Hay, por supuesto, honrosísimas excepciones que, además, tienen nombre propio; gente como Shinichiro Watanabe, Hiroyuki Imaishi o Akiyuki Shinbo se han mostrado capaces no sólo de conducir sus historias con la permeabilidad visual de éstas como eje central, sino también de hacer de su envoltorio un molde perfecto para la narrativa, un raíl sobre el cual el guion pueda desplazarse con soltura y no se vea eclipsado por la aparatosidad de la producción.
Quizá a simple vista pueda parecer que a Cencoroll acaba engulléndolo este pequeño pecado, pero lo cierto es que este mediometraje de apenas treinta minutos, sacado adelante casi en solitario por el mangaka Atsuya Uki, contiene cierto espíritu de autoconsciencia que le hace conocer con solvencia dónde está y en qué liga juega. No es, por supuesto, un reflejo de películas como, qué sé yo, El Viaje de Chihiro, donde un maestro del cine como Miyazaki es capaz de hacer que el apartado visual de su bellísima historia se entienda como parte imprescindible para el triunfo de ésta. No quita esto tampoco, sin embargo, que Uki sepa explotar los puntos fuertes de la materia prima que tiene entre manos y, lo que es más meritorio, darle una forma más vistosa allí donde el conjunto dé señas de flaqueza.
Se da por descontado que las grandes posibilidades de Cencoroll se aglutinan alrededor de los atípicos monstruos que dan sentido a la historia, allí donde la narrativa se percibe más suelta, liberada y cómoda y donde la inventiva visual de las batallas sirve para demostrar enormemente el particular estilo de Uki. Se sobreentiende y se comprende, luego entonces, que el guion se perfile más como testigo presencial que como parte indispensable del éxito de la historia: más que esto, prefiere amoldarse a las exigencias del espectáculo y la versatilidad visual de las que hace el desarrollo argumental, y lo hace siempre con la suficiente destreza como para salvar a la historia de caer en lo aparatoso. De lo contrario, estaríamos hablando más de una predisposición al despropósito que a la intención de conseguir todo lo mencionado anteriormente.
Huelga decir que, obviamente, en Cencoroll no es todo, como se diría en catalán, flors i violes, puesto que su escueta duración y su condición de mediometraje acaban girándosele en contra para según qué aspectos. Su soltura narrativa y su concepción son más propias de un episodio piloto que de una historia autoconclusiva, de manera que acaba haciéndose inevitable sentir cierta sensación de incomodidad ante una idea que acaba de forma incompleta y abrupta. No sale tampoco bien parada la construcción de personajes, la cual paga los platos rotos de la calculada administración de un material que apenas llega a la media hora, muy a pesar de que el ritmo con el cual se va sucediendo está bien calibrado y cuesta encontrar algún elemento que desentone.
A Cencoroll le ayuda bastante que deba su existencia a los esfuerzos de Atsuya Uki por sacar adelante esta adaptación basada en su propio y premiado one-shot, pero aun así, y aun con este valor añadido, esta historia de batallas urbanas entre monstruos multiformes logra sentirse como algo mínimamente novedoso, diferente y quién sabe si incluso necesario. Justin Sevakis, de Anime News Network, lo define como “una extraña pieza experimental magníficamente realizada”, y lo cierto es que no podría estar más de acuerdo con él. Hay un potencial interesante en Cencoroll, un potencial que, sin embargo, parece más centrado en convertir la obra de Uki en un ejemplo de honestidad y autoconsciencia que en un ejercicio más ambicioso. Aun con todo, es cierto que al final su particular sentido del espectáculo acaba funcionando más por intenciones que por resultados, pero en su aplastante mayoría es el empaque proporcionado por el estilo de Uki el que define a Cencoroll en sus pretensiones hasta cierto punto rompedoras y su afán de convertirse en un referente. Supongo –y espero— que el tiempo le acabará dando la razón a Uki, pero lo que sí está claro es que a Cencoroll su estructura de pieza de culto de bien seguro le nutrirá en sus futuras valoraciones a medio y largo plazo. Si su confirmada secuela logra darle aunque sea un poco la vuelta a la tortilla y arreglar los flecos sueltos de su primera entrega, desde luego esta saga de Aniplex ya tendrá la mitad del trabajo hecho para afianzar este reto.