Reseña de Cuentos de Terramar

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Imagino que vivir a la sombra de alguien valorado por consenso como un genio debe de ser una tocada de narices importante. Que ese alguien, para colmo, sea de tu propia familia, ya debe de alcanzar el grado de auténtica putada. No es, por suerte, un caso excesivamente generalizado; a lo largo de los años se han sucedido varios casos de gente que ha sabido sobreponerse a las miradas de reojo y a las vigilancias obsesivas que conllevan el portar un apellido conocido hasta en la quinta galaxia, pero desgraciadamente lo más común es ver como los lazos familiares acaban pesando como una losa, ya sea esta fruto de que el talento no siempre es hereditario o porque las expectativas han acabado suponiendo más una zancadilla que un estímulo extra. A veces, ambas cosas al mismo tiempo. Y si no, que se lo digan a Goro Miyazaki.

Desde que hallara su estreno en 2005, Cuentos de Terramar ha cosechado críticas de todos los tamaños y colores, la mayoría de las cuales han destacado por un tono de escepticismo y decepción menos centrado en las auténticas carencias de la película y más sustentado en el hecho de que Goro es «hijo de». Algo quizá injusto, pero a todas luces comprensible y en lo que hasta cierto punto yo estaría incluso de acuerdo: no es que Cuentos de Terramar —originalmente Gedo Senki— sea un desastre, y de hecho no sería apropiado decir que es del todo una mala película ni mucho menos que Goro Miyazaki es un negado para esto; por lo que da a entender esta historia sobre la superación personal, la redención y la confianza, se dilucida algo más complejo que esto, tan complejo que lo más fácil es encender todas las alarmas y pensar que Goro Miyazaki no ha heredado ni una décima parte del inmenso talento de su progenitor. La realidad es, sin embargo y como yo lo veo, que Goro se ha ensimismado tanto en buscar su propio modus operandi y en desmarcarse de la influencia de su padre —a pesar de la infinidad de guiños a sus películas que va dejando—, que lo que en un principio debería haberse perfilado como un ejercicio de estilo o una muestra de credenciales se ha acabado conviertiendo en un ataque de cabezonería, terquedad y, sobre todo, doloroso conservadurismo. ¿Es esto, luego entonces, lo que hace que Cuentos de Terramar sea una propuesta semifallida? Francamente, sí.

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Lo cierto es que el devenir de la película ya se avecinaba con polémica incluso en su fase de preproducción. Ursula K. Le Guin, autora de la popular saga de literatura fantástica en la que se basa la película, se sintió profundamente decepcionada cuando se enteró de que iba a ser Goro, y no su padre como se había decidido en un principio, quien finalmente se encargaría de encabezar la producción, algo que al propio Hayao, que se había bajado del proyecto por exceso de trabajo, tampoco hizo demasiada gracia al considerar que la total y absoluta inexperiencia de su primogénito iba a ser perjudicial para la película, más aún tratándose de una superproducción tan ambiciosa. Sin embargo, el presidente de Ghibli y productor de la película Toshio Suzuki se empeñó en poner a Goro como director, ya que consideraba que su simple apellido y su condición de «hijo de» estrenando su ópera prima supondrían un potente reclamo en las taquillas. Efectivamente, Suzuki no erró el tiro y Cuentos de Terramar se convirtió en un éxito en las salas de Japón, pero por primera vez en mucho tiempo, la crítica especializada no acompañó a Ghibli en el buen funcionamiento a nivel económico del film —al menos, no de forma tan unánime y entusiasta—. Y es que cuando hay una película del sello de Ghibli de la cual difícilmente vuelves a acordarte, algo gordo pasa.

Con todo esto, seguramente lo peor de Cuentos de Terramar sea ver como toda la película paga los platos rotos de la inexperiencia de su director, haciendo de ello un acopio de irregularidad durante todo el metraje que, sin ser desesperante, denota que la decisión de poner a Goro al frente de algo tan grande fue un completo error a nivel artístico. Duele decirlo, pero el cisma que la oposición de Hayao causó entre padre e hijo acabó siendo más decisivo de lo que en un principio cabía esperar, ya que Miyazaki padre acabó cortando toda vinculación con el proyecto dejando solo a su hijo en el liderazgo de la producción. De este modo, Goro Miyazaki encabezó una cinta cargada de honestidad y buena intención pero insatisfactoria, tan centrada en su propia corrección y en afianzar su calidad a nivel formal que carece de cualquier tipo de estilo propio. Como director y guionista, a Goro le cuesta sacar a las escenas y a sus personajes el jugo suficiente, y solo en su tramo final llega todo a alcanzar una suerte de clímax que, a pesar de todo, poco o de nada sirve para disimular el agridulcísimo regusto que deja la película en el sentido de un espectáculo de aventura y acción mayormente desaprovechado.

No es tampoco que Cuentos de Terramar lo haga todo mal: a niveles técnicos, la película cumple con una animación vistosa y un eficiente trabajo de ambientación, las ciudades y entornos urbanos en general lucen elegantes y con riqueza en el detalle y el diseño de personajes es poco más que correcto, aunque no es menos verdad que todo ello se antoja considerablemente inferior a cualquier cosa realizada por Ghibli anteriormente. Incluso la apropiadísima partitura de Tamiya Terashima y, ojo a esto, del conocido gaitero gallego Carlos Núñez, no es a veces suficiente para ayudar a elevar el conjunto por encima de su tendencia habitual. Sin embargo, el mayor problema con el que lidia el film en este terreno es que lo técnico pasa la mayor parte del tiempo por encima de lo narrativo, y cuando eso ocurre, Cuentos de Terramar juega peligrosamente con el riesgo de convertirse en un envoltorio llamativo en su forma pero vacío en su contenido. No es para menos: a Goro Miyazaki le cuesta narrarlo todo con precisión, y aunque el arranque es realmente prometedor dentro de sus límites, las insuficientemente matizadas motivaciones del personaje de Aren se cargan un poco el trasfondo que pueda tener la película y dinamitan la riqueza del guión, haciendo que detalles tan interesantes como sus estallidos de frustración y rabia o los momentos en los que se exterioriza su atormentada lucha interna estén preocupantemente incompletos —que no carentes de sentido—.

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Es difícil no sentirse defraudado en mayor o menor grado con Cuentos de Terramar; carece completamente de la magia de películas como El viaje de Chihiro o Ponyo en el acantilado, como monumento a la épica y al espectáculo está a años luz de Nausicaä del Valle del Viento o La Princesa Mononoke y en su faceta de entretenimiento en su sentido más puro e inteligente se escurre estrepitosamente entre filmes como Porco Rosso o El castillo ambulante. Es evidente que Ghibli no tiene por qué dar siempre una obra maestra tras otra y por supuesto no lo hará, pero eso no quita que la cinta del primogénito de los Miyazaki, junto con la menor Puedo escuchar el mar, sea la única que funcione más por buenas intenciones y un estilo más conservador que por resultados y apuestas más osadas. No obstante, hay un detalle a tener en cuenta que hace que Cuentos de Terramar esté un peldaño por debajo de la película dirigida por Tomomichi Mochizuki, y es que mientras esta última juega con la ventaja de ser una cinta sencilla, de pretensiones bajas y muy autoconsciente de sí misma —aunque a veces llegue a bordear una falta de ambición alarmante—, a la historia de Goro se le caen los anillos demasiado pronto y va perdiendo potencial al mismo ritmo que un globo pinchado va perdiendo aire. Más que un mal debut, lo de Goro Miyazaki ha sido un debut precipitado que, para más inri, le venía muy grande. Y aun así, Cuentos de Terramar no es una mala película. Su problema es que se antoja tan irregular que al final no es raro que acabe dándonos la impresión de que es indigna del logo de Totoro.