Evidentemente, robarle la idea o el esfuerzo que haya podido emplear en la misma a un autor es algo bastante deleznable, ya no sólo de cara al expediente del ladrón sino una falta de respeto hacía el lector: no hay peor sensación que la de estar viendo algo que ya habías leído y que te están intentando vender de nuevo pero con otro nombre. El debate viene cuando esa repetición viene hecha por el mismo autor: ¿hasta que punto es eso aceptable? Pues ese es el pensamiento principal al que no pude parar de dar vueltas durante todo Summer Wars.
Quizá lo que mejor defina a esta cinta sea una frase tan sencilla como la de es la película de Digimon pero sin digimon. Y aquí, claro, hay que matizar si se ha visto o no dicho film –que en verdad eran tres OVA que posteriormente juntaron los yankis poniéndole una música sorprendentemente aceptable y dejando un agradable resultado para cualquier seguidor de la franquicia de Akiyoshi Hongo–. Si no es el caso y en general el mundo de los digimon te da bastante igual –bien sea porque no estabas en la edad adecuada cuando se emitió o porque simplemente consideras que no tiene ni pies ni cabeza el asunto– esta película te gustará: es divertida, está bien animada y tiene un ritmo estupendo. Sabe perfectamente cómo hay que hacerlo todo, desde una sobresaliente presentación de los personajes hasta una muy clara y distinguida manera de enseñar las etapas narrativas que aquí Mamoru Hosoda lleva con encanto.
Todo es perfecto de no ser por el detalle de que ya lo hayamos visto todo antes: la estructura y algunas escenas –más de las deseadas– son calcadas de las de Digimon: The Movie. Pero, hasta cierto punto, es perdonable: Summer Wars supone una redención, una muestra de amor del creativo japonés hacía su anterior obra y un homenaje a ella: es lo mismo, sí, pero Hosoda no; todo lo que antes ya hacía bien ahora lo hace mucho mejor. El film es un saludo, un premeditado deseo de encontrarse con su yo pasado y de decirle que todo eso ha servido, que han llegado hasta ahí por méritos propios. Pero no sólo hacía su anterior yo en Digimon, va mucho más allá: es un homenaje a todos los tópicos japoneses vistos desde siempre, los cuales se encuentran a lo largo de 114 minutos nada aburridos donde todo coexiste una manera agradable y sencilla: desde un entorno rural de ensueño hasta conejos que se dan de hostias con virus informáticos de apariencia egipcia. Y esa muestra de amor hace quizás aún más grande esta película, una que, al igual que da, se deja amar: desde el primer momento la animación invita al disfrute, al gozo simple y llano sin más expectativas.
Es después de la introducción que nos damos cuenta de que todo lo que se cuenta nos gusta: desde la idea del mundo virtual que todo el mundo usa para cualquier cosa y a la que se puede acceder desde cualquier dispositivo –OZ se llama– hasta la situación en la gira todo: el típico empollón de la escuela es invitado por la chica guapa de turno para fingir que es su novio en el cumpleaños de su abuela. Y, con ese como punto de partida, todo lo demás: un virus informático que amenaza con lanzar un misil y destruir toda la red sobre la que la sociedad del momento actua.
Hay peleas, hay humor y especialmente hay buen gusto en cada una de las escenas de un film que no es la mejor para enamorar a alguien externo al mundillo, pero desde luego sí que lo es para que los amantes de la animación encuentren aquí un gran producto y una obra enormemente cuidada.