Reseña de El viaje de Chihiro

ChihiroCabecera_HEM

Este mes de julio, hará tres meses que se obró el milagro de que se abriera una tienda de cómics en mi ciudad. Cómo no, la aportación de este dato que seguramente importe un comino a la mayoría se justifica porque, por supuesto, esconde una anécdota detrás de esas que tan al pelo vienen para comenzar las reseñas. La que nos ocupa en este caso, por su parte, se da un día que yo salía de la mencionada de tienda, la cual hace esquina y cuyo único obstáculo antes de llegar a ella es un breve paso de cebra. El local, además, cuenta con un escaparate en el que se pueden ver expuestos desde fuera cinco pósters de temática comiquera y cinéfila variada, siendo uno de éstos pósters el del film que nos ocupa, El viaje de Chihiro. El caso es que yo, con la tienda ya a mis espaldas, me paré un instante al borde de la acera para echarle un vistazo al móvil, mientras que al otro lado del paso de cebra había dos madres con sus respectivos hijos esperando para cruzar. De repente, una de ellas, fijándose obviamente en el mencionado escaparte, le llama la atención a la otra porque hay un póster de El viaje de Chihiro, lo cual daría pie a un curioso diálogo que se desarrollaría tal que así:

– ¡Oh! ¡El viaje de Chihiro! ¿La has visto?

– No.

– Ay, ¡pues tienes que verla!

– ¿Ah sí? ¿Y de qué va?

– (Con una sonrisa en la boca) … Tienes que verla

La curiosidad de esta anécdota radica en algo que va bastante más allá de la clase de personas que la protagonizaron o las circunstancias en las que se produjo, y es que es un claro ejemplo que describe a la perfección la sensación que nos invade a no pocos infelices de que lo que ofrece El Viaje de Chihiro es algo terriblemente difícil de definir. Es de esas películas que dejan notar que ni el más florido de los discursos ni la más extensa de las reseñas le harán nunca suficiente justicia –desde luego, esta no será una excepción–, menos aún tratándose de una obra que se ha ganado el amor incondicional del público, precisamente, por esta característica que nos impide sintetizar adecuadamente su contenido mediante cualquier registro oral o escrito. En este sentido, el de intentar darle una forma identificable a la película en forma de palabras, no han sido pocos los intentos ni los alegatos que han pretendido acercarnos a la grandeza a varios niveles de la cual hace gala el film, originando así un batiburrillo de reacciones que a nivel general han oscilado entre los que hablan de la plenitud del arte de la animación, de la increíble madurez del anime japonés o de la capacidad del mejor Hayao Miyazaki para hacer de su historia un asombroso método para soñar despierto.

Y sinceramente, no me extraña porque, repito por enésima vez, a El viaje de Chihiro cuesta darle forma mediante las palabras. Y al margen de definiciones oníricas, comentarios más cercanos a lo cursi que a lo emocional y reivindicaciones pasionales de que el manga y el anime pueden ser algo más que un producto para nerds obesos y antisociales, lo único en lo que El viaje de Chihiro pone de acuerdo a propios y extraños una vez concluyen sus 124 minutos de maravilloso y entretenidísimo metraje es que es, con toda seguridad, una cita inefable para todo amante de la cultura japonesa así como del séptimo arte en general, una irrepetible y única experiencia que es necesario ver e incluso –y poniendo fin a tan empalagoso ramalazo de cursilería– vivir.

099F28324-e1374255915165

Sin embargo, que nadie se confunda; a pesar de todo lo dicho hasta y de que este segundo visionado de la película me ha cautivado muchísimo más que el primero, servidor de ustedes sigue manteniendo lo que dijo en su reseña de La Princesa Mononoke, donde ya quedó bastante claro que, en el plano personal, la historia de Ashitaka y la princesa lobo San supone para mí el cénit cretivo de los del logo de Totoro. No obstante, y aunque dudo mucho que salga de mis trece por ello, no es menos cierto que el film del 1997 carece de ciertas y numerosas virtudes que en El viaje de Chihiro están presentes des del primer fotograma. Y es que si La Princesa Mononoke supuso la cúspide de la narrativa, de la inventiva y de la capacidad para contar historias del gran Hayao Miyazaki, El viaje de Chihiro se despliega ante nosotros como la máxima expresión de lo que puede dar la desbordante imaginación de un director que dejó patente aquí su genialidad, plasmando un mundo tan conmovedor y emocionante como peligroso y cruel –casi como la vida misma, fíjate tú– pero asombroso en todas sus facetas y con una inusitada habilidad para atrapar al espectador por sí sólo imprimiéndose en los mecanismos de su imaginación.

Comprender sin embargo este universo, así como darle ese valor añadido que convirtió en su día a El viaje de Chihiro en una de las primeras obras maestras del nuevo siglo, no sería posible sin antes pasar por el filtro de unos maravillosos personajes que, si bien en la reseña de La Princesa Mononoke reconocí tan variados y sólidos como en esta misma, cuentan con el factor difierencial respecto al resto de producciones de Ghibli de ser radicalmente trascendentales para darle forma a la moraleja que sirve de trasfondo a la película. Porque no es ni muchos menos un pecado olvidarse de todo y concebir el visionado de El viaje de Chihiro como una especie de evasión existencial con tal de disfrutarla exponencialmente, pero seguramente los más avispados ya se habrán dado cuenta de que la historia de Chihiro supone una auténtica lección de vida, una especie de trayecto que parte de la más pura inocencia y que acaba en una aplastante madurez. Desde Chihiro –una niña mimada y consentida que tendrá ahora que sacarse ella solita las castañas del fuego– hasta Yubaba –una bruja déspota y casi megalómana que que se ve forzada a suplir sus evidentes carencias emocionales malcriando a su peculiar retoño–, y pasando antes por supuesto por la transición narrativa que suponen el padre y la madre de Chihiro –un bravucón tragaldabas él y un estirado florero con patas ella– y el sincara –un extrañísimo personaje que daría para infinitas interpretaciones–, no hay ni un sólo personaje en todo el film al que las normas del metaverso de ensueño en el que se desarrolla la historia acaben pasándole factura, tanto a nivel emocional como de personalidad. En otra liga juegan esos a los que a mí me gusta llamar «secundarios de oro», personajes muy poco profundos la mayoría de ellos pero con el significativo rol de darle un tono más laxo a la película en según qué momentos –esos canijos de hollín que trabajan con Kamaji son sencillamente tronchantes y el personal de los baños termales tampoco se queda corto–.

Chihiro3_HEM

Pero por encima de todo –incluso de cualquier apunte gafapástico que pueda propiciar la película–, El Viaje de Chihiro es talento e imaginación, dos atributos que se agrandan exponencialmente a medida que nos dejamos llevar por el soberbio trabajo de animación y diseño del equipo artístico de Ghibli, completísimo y brillante incluso para el nivel que suele mostrar el estudio afincado en Koganei, invicto hasta la fecha en lo que a animación bidimensional se refiere, riquísimo en detalle y muy seguramente la sublimación de lo que Miyazaki tenía en mente –y no es que lo diga yo, porque creo que todos somos más o menos sabedores del acuentuado perfeccionismo de Miya-san para estas cosas–. Por su parte, el apartado sonoro, cómo no, vuelve a ser nuevamente la inmejorable guinda de tamaña muestra de talento cinematográfico, gracias sobre todo a una espectacular banda sonora que corre a cargo otra vez de un excelente Joe Hisaishi, más inspiradora y emocionante que cualquier otra que haya compuesto para los del logo de Totoro. Digno de mención es también el sobresaliente doblaje al castellano con el que la película llegó a nuestro país, pues las voces están perfectamente escogidas en función del perfil de cada personaje y la labor actoral es de quitarse el sombrero –mención especial al gran Pepe Mediavilla como la voz de Kamaji y a la excelente interpretación de Carmen Contreras como Yubaba y Zeniba, aunque no merece menos consideración una entrañable Paula Ribó que hace literalmente suyo el personaje de Chihiro–.

Cierto crítico de cine al que tengo en no demasiada estima dijo una vez que valoraba El viaje de Chihiro porque no tenía «nada de la repugnante y gratuita violencia que contienen las series televisivas japonesas de dibujos animados». Está claro que el susodicho pájaro entiende anime lo que yo de macroeconomía libanesa, pues a pesar de que no es mentira que son las series con mayor cantidad de batallas y puñetazos las que mejor se han asentado entre el público, es igual de cierto que este señor se dedicó a raspar sólo un poquitín la superficie de este mundillo. No obstante, lo que este comentario señala muy inconscientemente es algo que, por suerte o por desgracia, pretende conseguir Miyazaki cada vez que se embarca en nuevo proyecto, que no es más que lograr superponer sus creaciones a los estándares más habituales del anime, creando siempre algo diferente, con mensaje, buscando transmitir mediante sus obras la idea de que a través del manga y el anime se pueden introducir ciertos valores enriquecedores a nivel moral y filosófico, y no sólo una serie de arquetipos con el que perfilar un mero y simple entretenimiento. Prueba de ello la curiosa anécdota en la que el propio Miyazaki cuenta qué fue lo que le inspiró a hacer El viaje de Chihiro y a dedicarla al público adolescente, algo que, según declaró él mismo en una entrevista, debe al horror que le causó comprobar qué tipo de dibujos animados eran los que le gustaban a su nieta.

ChihiroLateral

No hay duda, así pues, de que a Miyazaki le salió redonda la jugada. Para él, El viaje de Chihiro es toda una declaración de intenciones, la otra cara de una moneda lanzó al aire con el tono adulto y serio de La Princesa Mononoke y que ahora cae del lado más sentimental y desenfadado que representa esta historia repleta de magia e inventiva. Porque por encima de todo, El viaje de Chihiro es un asombroso cuento que te introduce en un universo de ensueño del que te gustaría formar parte, una obra maestra que se imprime en la más pura y sana imaginación y es ahí donde pretende quedarse. Sobran las grandes batallas, los animales con conciencia humana y el ruido de las armas que anteriormente afianzaron al mejor Miyazaki que se recuerda. La historia de Chihiro es otro estamento, otra clase de visión muy distinta no ya sólo de la concepción occidental, sino de la línea de pensamiento de los mismos estudios japoneses con los que comparte terreno. Maravillosa, emocionante y a veces estremecedora, El viaje de Chihiro enarbola todas sus incuestionables virtudes visuales y narrativas alrededor de sus sobradamente conseguidas pretensiones rompedoras y transgresoras. Porque puede gustarte más o menos o directamente no gustarte, pero lo que está claro es que no se olvida.