Como tantos otros de mi generación, yo fui uno de esos muchos jóvenes que crecieron con la llamada “segunda edad de oro” de Disney. No es para menos; si los creadores de Mickey Mouse ya por aquel entonces contaban con el dominio mayoritario de la animación occidental, la llegada de un desconocido Michael Eisner a la presidencia de la compañía fue el chute definitivo que le otorgó a esta misma la calidad y prestigio cinematográfico que la caracterizaron durante los noventa. A la Disney de aquellos años, no obstante, ha habido algo que le ha hecho diferenciarse de cualquier otra productora y que ha significado el camino a seguir por muchas otras factorías de animación: su inusitada capacidad de hacer disfrutar a los adultos –y a los jóvenes no tan jóvenes– mediante la sensación inconsciente de que durante todo el metraje maduramos junto a sus personajes.
Con Ghibli, sin embargo, las cosas siempre han sido muy distintas. Si incluso a día de hoy siento que cada película de Disney o Pixar me devuelve a edades más tempranas con el fin de hacerme madurar de nuevo con ella, con los del logo de Totoro ocurre todo de forma que me salte todo este proceso de regresión. Los japoneses tienen una madurez que viene ya de serie en sus películas, que asombra a la vez que asusta, que mira más por ella misma que por el espectador y que, en definitiva, nos obliga a amoldarnos a sus estándares si queremos que de nosotros dependa la experiencia. Esta es, precisamente, la seña de identidad de Ghibli que mayor impacto ha causado en la animación occidental, la de prescindir muchas veces de un planteamiento más asequible –más, en definitiva, para el público infantil– en aras de cargar sus historias con un poder de impacto mayor. Algo que nosotros, comúnmente, tendemos a definir como “historias más adultas».
De entre todo este amasijo de propuestas que han salido victoriosas del boom del manganime en los últimos años, La Princesa Mononoke es, muy probablemente, uno de los casos que mejor han ejemplificado este hecho, pues si bien es cierto que son los productos de factorías como Pixar o Disney las que cuentan con un mayor respaldo del público occidental, no es menos verdad que esta tendencia a “adultizar” ligeramente sus producciones viene espoleada por el apogeo de las valientes propuestas de la animación japonesa y más aún del inmenso talento de estudios como Ghibli, que le han dado el empujón defintivo a la animación para sobreponerse a sus tópicos y limitaciones autoimpuestas. Con todo esto, La Princesa Mononoke es, así mismo, el paradigma ilustre y que mejor ejemplifica en varios aspectos cuántos peldaños por encima está la animación nipona de la occidental en este sentido, configurándose como un espectáculo vibrante y endiabladamente entretenido en el que se elide por completo la necesidad de premisas más “blancas” con las que captar la atención de determinados tipos de público.
Que Miyazaki se cargue a conciencia el primer acto no es sino la prueba más fehaciente de este hecho. El mismísimo inicio de la película aboga más por perfilarse como una declaración de intenciones que por una presentación formal de los elementos destinados a sostener el esqueleto narrativo, de manera que la llegada de un enfurecido dios jabalí al renegado poblado del Príncipe Ashitaka, con todos signos de mal augurio que ello conlleva, será el primero de los muchos engranajes clave de una historia que pondrá en ristre el talento creativo e inventivo del realizador tokiota.
A pesar de no contar con un respaldo visual tan apabullante como el de otros filmes de Ghibli, el gran espectáculo de La Princesa Mononoke puede encontrarse en los engranajes de una historia brillantemente bien escrita y la dirección pletórica de Hayao Miyazaki, ofreciéndonos en su última media hora uno de los tramos finales más memorables que ha podido dar el cine reciente.
Esta mencionada elisión del primer acto, de hecho, tiene un significado mucho más vital que funcional durante el desarrollo del film, pues es la pieza clave que denota que, a diferencia de obras posteriores y ocasionalmente más laureadas como El viaje de Chihiro o El Castillo Ambulante, Miyazaki no pretende nunca que nos andemos con dobles juegos. Al fin y al cabo, lo que director nipón nos cuenta aquí es la historia de una guerra sin cuartel, un relato más cruel de lo que parece en el que la irresponsable egolatría de la raza humana ha ocasionado que la harmonía de la naturaleza haya sido dinamitada desde sus cimientos, lo que obligaría a cualquier realizador a tener una destreza especial a la hora de calibrar el tono que debe adoptar la película en ciertas partes concretas del metraje. Lo más asombroso es que Miyazaki lo consigue con una facilidad que la experiencia nos ha hecho reconocer como usual en él, de un modo que no sólo ratifica su talento para contar historias, sino que también nos hace ver en La Princesa Mononoke su cúspide personal como narrador y, por ende, su su gran obra maestra.
No me sorprendería que muchos os hallárais ahora mismo rascándoos la cabeza ante tamaña afirmación, ya que, a pesar de que cada uno tendrá su película predilecta de Ghibli, los que suelen hablar de la obra maestra de la factoría nipona a menudo se refieren a El viaje de Chihiro por razones varias, aupadas todas ellas por ese Oscar que muy merecidamente se llevó para casa en 2002. Hasta cierto punto estoy de acuerdo, dado que no voy a ser yo el que niegue que la mágica aventura de Chihiro es una experiencia más rica y disfrutable a varios niveles –ya entraremos en detalles cuando nos toque hablar de ella próximamente–, pero más centrada en ofrecer un conglomerado sensaciones visuales que en la historia de Mononoke se reducen considerablemente con el fin de perfilar, sin entorpecer el magnífico sentido del espectáculo del film, una experiencia intelectual que no riña con lo emocional. Miyazaki plantea una infinidad de temas y metáforas en esta película con los que incitar al público a profundas reflexiones, algunos más explícitos como la evidente apología medioambiental y otros deudores de un alto grado de sutileza, sobre todo aquellos que buscan cuestionar el papel del ser humano en el equilibrio de la vida o los que reivindican a la naturaleza como un ente tan bello y recomfortante como sabio y justo. Todo detalles calculados al milímetro que, gracias a la mano maestra del cineasta japonés, enriquecen un complejo y a la vez sublime guión tremendamente superior a cualquier otra producción de Ghibli habida hasta la fecha.
Así mismo, el libreto redactado por el propio Miya-san cuenta también con la que muy probablemente sea la construcción de personajes más completa y variada de todo el universo de Ghibli –compitiendo muy mano a mano con El viaje de Chihiro–, pues a pesar de no tratarse de personajes que entran directamente por las retinas como en el film del 2001, su aportación a la historia es vital para comprender la gran metáfora que es la película sobre la eterna lucha silenciosa entre el hombre y la naturaleza. De este modo, cada uno de los tres personajes humanos más importantes va acorde con cada uno de los posicionamientos que la humanidad ha adoptado en esta lucha, siendo Lady Evoshi la imagen del afán de progreso y civilización humanas y San la necesidad de preservar la integridad natural del mundo, mientras es en Ashitaka donde se puede ver el punto de inflexión que defiende la posibilidad de una convivencia pacífica entre el hombre civilizado y la naturaleza. Es así como Miyazaki consigue que el gran logro con los personajes esté totalmente alejado de que la película se entienda como la enésima lucha del bien y el mal, pues lo que él pretende en este terreno es que en La Princesa Mononoke seamos capaces de ver a personajes luchando por sus propio afán de vivir, inspirados por motivaciones y deseos, y no meros maniquíes con un rol predeterminado.
Con tal desbordante conglomerado de logros narrativos, Miyazaki no duda un solo instante en poner la animación y todo su despliegue visual al servicio de la acción y la historia. No es ni la primera ni la última película de Ghibli –ni de Miyazaki– que así lo hace, pero la importancia que cobra en La Princesa Mononoke es especialmente remarcable por una sencilla razón: como ya hemos visto, el guión tiene tanto que contar y de una forma tan capital, que sobreponer sobre éste cualquier otro aspecto del film sería contraproducente para el conjunto, y así nos lo demuestra Miyazaki dejando que sea sólo en unos momentos tan concretos como necesarios donde lo meramente visual nos conduzca bajo sus reglas de espectacularidad y teatralidad –brillantes las secuencias en las que el Espíritu del Bosque toma su forma del Caminante Nocturno–.
Puesta la guinda con una animación a mano que nada tiene que envidiar a la informatizada y la música de un Joe Hisashi en estado de gracia, el espectáculo que garantiza La Princesa Mononoke en sus 133 minutos de duración –excesiva para unos, necesaria para un servidor– precede el reconocimiento de la titánica tarea que Ghibli y Miyazaki realizaron durante el proceso de producción de la película, pues cada fotograma de los 144.000 fue revisado e incluso alguno llegó a ser redibujado por el cineasta y mangaka tokiota con el fin de hacer la película tan propia y personal como fuera posible. Con todo esto, La Princesa Mononoke no es sólo la película más madura, sólida y coherente consigo misma de Ghibli, sino también el punto álgido de la inventiva de un estudio que, al margen de su mayor reconocimiento posterior, tocó su propio techo con este film, dando lugar a una de las experiencias más únicas, memorables y emocionantes que un servidor ha podido disfrutar no sólo dentro del mundo de la animación japonesa, sino también mundial y con todo el cine en general. Una bellísima e incomparable obra maestra sin paliativos que, a título personal, no sólo se queda con el trono de la mejor película de los del logo de Totoro, sino también con el de la animación japonesa y, por qué no decirlo, del mejor largometraje de animación jamás concebido. Imprescindible.