Cuando se habla de Hayao Miyazaki no se habla sólo acerca del logro que es haber cimentado –con ayuda de otros, claro– todo lo que es hoy en día –de un modo, por qué no, cultural– su Studio Ghibli, sino también de lo importante de su carrera, tanto en un modo automáticamente referencial hacía el visionario que ganara un Óscar por la increíblemente fantasiosa El Viaje de Chihiro allá en 2003, como en lo estupendo de todas las cintas no tan reconocidas a nivel internacional en las que ha estado involucrado. Se valora siempre eso: el hecho de que, a pesar de su cada vez más avanzada edad, el hombre siga y siga pensando en maneras de contar las cosas. De trasmitir. De, siempre en la delicada frontera entre lo artísticamente clásico y lo más vanguardista, hacer llegar un mensaje: uno muy propio, característico y perfectamente reconocible como suyo.
Es algo fácil de ver: la obra por la que Miyazaki ha sido, es y será siempre perpetuamente recordado es por la mágica Mi vecino Totoro. No es, desde luego, la mejor: ni en factura técnica ni en ritmo; si la cinta estrenada en 1988 es tan y tan recordada es por ahondar de una manera tan cautivadoramente sencilla en toda esa moralina que el padre de Porco Rosso nos quiere meter en vena; por hacerlo de una manera cariñosamente infantil y por, al fin y al cabo, conseguirlo totalmente. No hay mucho donde leer más allá de la segunda e imprescindible lectura casi automática que se le puede dar al film, pero espero no se me malinterprete: eso no es, en ningún caso, algo malo. Es un ejemplo claro y muy preciso: lo mismo que se dice en Totoro se repite en esencia en la majestuosa e imprescindible La princesa Mononoke, un bombón de distinto envoltorio pero de misma esencia, al fin y al cabo.
El director reincide una y otra vez en lo mismo: en lo bonito de una armonía basada en el respeto mutuo entre lo natural y lo real, en esa utópica relación ficticia que se esboza siempre en un imaginario camino entre lo espiritual y lo terrenal. El japonés no hace sino envalentonarse con cada escena que puede aportar un poco de todo eso a su biografía, a una especie de compendio de citas que no harían sino apuntar a toda una prolífica vida que parece haber querido siempre caminar hacia la misma dirección, de intentar, con buena parte de cabezonería, hacer entrar en razón a un resto para él equivocado.
Ponyo en el acantilado no es, por fortuna, nada alejado de todo esto, sino justo una actualizada versión de lo que Miyazaki sabe hacer como nadie: plasmar la inocencia de una forma casi desalentadora, criticar hasta lo vergonzoso un montón de actitudes humanas y, al final, darnos unos minutos de obligada reflexión. La historia de en el original Gake no ue no Ponyo versa acerca de una pequeña pececilla que consigue salir a la superficie, dejando atrás a su padre y sus numerosas hermanas para, en su nuevo mundo, transformarse en humana debido al amor que profesa hacia un pequeño niño llamado Sosuke, el cual vive en lo alto de un acantilado junto a su madre. La historia se trata en todo momento desde un cómodo plano cotidiano donde, hasta la mitad del film, no pasa demasiado. Y, para empezar, ésa es quizás su primera virtud: los marcos de diálogo de esta historia están tan y tan bien definidos que, pese a su aparente simpleza, se hacen cautivadores desde el primer instante. Hay un montón de cosas detrás que no se cuentan, pero que tampoco tendrían por qué: ése es precisamente el hecho que da rienda suelta para que todo se vea tan realista y a la vez enorme. Para que guste tanto. Para que queramos dejarlo todo e irnos a ese acantilado que acaba inundado y por el cual tendrán que navegar para reunirse de nuevo con los suyos.
Ponyo es una película bonita, agradable y muy, muy dulce. Una cinta que puede vanagloriarse de llevar un sello Miyazaki puro como pocas veces se recuerda: pícara, inocente en toda su magnitud y una buena dosis de arte japonés que siempre habría que tener entre manos. Porque este es el legado de Miyazaki, un japonés que en dos horas y media de pura belleza visual nos sonsigue llevar hasta un acantilado para que, desde el sofá, respiremos un aire procedente de un mar tan vivo que hasta sorprende. Ésa es su magia y por lo que nos gusta tanto, al fin y al cabo.